LA PIEDRA

Medardo Fraile



Sabíamos que el bisabuelo había tenido una finca porque se hablaba de ella, así, sin más y, sobre todo, porque le dejó a su hijo, casi por toda herencia, una piedra irisada, con redondeces de hembra y una como veta metálica que más parecía roña que otra cosa. Luego pasó a mi madre como legado de su padre y, al morir ella, se quedó conmigo en la mesa del despacho como pisapapeles. No arriesgo nada si digo que piedras así y mucho mejores que ésa, son incontables en el mundo entero, pero a esa roca, que no pasaría de setecientos gramos, se le había encomendado una misión y la candidez de mi abuelo y el gran amor de mi madre por su abuelo y su padre, habían hecho que la cumpliera año tras año durante más de un siglo.

Todos cuando niños —mi abuelo, mi madre y yo—, la habíamos manoseado y preguntábamos sobre sus redondeces y transparencias y habíamos tratado de quitarle con las uñas su costra metálica que, aunque con luz le arrancaba a duras penas algún destello opaco, era un costurón que afeaba su parte de apariencia más carnosa, la que nos hacía repetir siempre que, en esa parte, parecía mazapán. Y todos nosotros quisimos saber alguna vez si aquel pedrusco era sólo una reliquia de los tiempos en que nuestra familia tuvo dinero —una finca—, o era un objeto absurdo sin valor que nadie osaba deshacerse de él.

Pero la piedra se podía explicar y, en la familia, se transformaba en mito, cuando alguno de nosotros —mi abuelo, mi madre, yo, mi hijo y mi hija—, averiguaba por qué ese pedrusco se había convertido en herencia familiar y cuál era su historia.

Al bisabuelo le apasionaban las piedras o, mejor dicho, quería hacer dinero con ellas, porque la finca tenía poco más de mil metros cuadrados y, si el año era bueno, le daba algo más de lo justo para vivir. Era en los años de la primera guerra mundial, de grandes beneficios para los propietarios de minas y, según contaba la familia, el bisabuelo buscaba hierro, bauxita o volframio en calicatas o en vetas roqueñas que hicieran sospechar filones más profundos.

En esa piedra que un día encontró no sabemos dónde, cifró, —decía mi madre—, sus esperanzas y, después de hacer un largo viaje para que la analizaran debidamente, la colocó en su mesilla de noche bajo la lámpara y, durante más de dos meses, exploró él solo el terreno donde la había encontrado, hasta que unos pastores le hallaron maltrecho al fondo de un barranco y un coche de línea le llevó al pueblo, y la guardia civil le llevó a la casa de la finca y allí resistió a la muerte a duras penas, porque murió dieciocho días más tarde una noche interminable de lluvia, como la que él mismo había pasado herido y a la intemperie.

Durante esos días agónicos, se le iban tristes los ojos hacia aquella roca que había sido la causa de su gran ilusión y su desengaño último y rogó a la bisabuela que no la tirara y a mi abuelo, a su hijo, le dijo algo muy simple, si no hubiera doblado el valor de sus palabras con lágrimas:

—Guarda esa piedra que tanto mío lleva dentro y pásala a tus hijos y a tus nietos, para que todos recordéis que he sido un loco y sepáis que la Naturaleza no se hace ilusiones y es más fuerte que el hombre; que la vida humana es corta, y esa roca, que cabe en esta mano, ha vivido ya siglos y continuará viviendo más que nosotros...

Y su deseo se cumplió en casa de mi abuelo y de mi madre y luego en la mía, con mi mujer y mis hijos, Rafael y Lauri.

Lauri —lo que más he querido en este mundo—, acababa de cumplir cuatro años cuando tuvimos que ingresarla en una clínica y los análisis de sangre detectaron una proliferación de glóbulos blancos incontrolada y maligna: leucemia. Su madre, su hermano y yo no nos apartábamos de la cama y ella tenía con frecuencia ganas de juguetear y de charlar y abrazarnos, hacía planes para ir al colegio y su afán de vida parecía un gorjeo cándido lleno de ilusiones. Un día me echó los bracitos al cuello y me dijo:

—¿Verdad que esa piedra no va a vivir más que yo?

La apreté contra mi pecho, oculté mi angustia entre sus rizos y, cuando pude hablar, la tranquilicé con razones pequeñas del corazón:

—¡No! Las rocas no tienen alma y tú sí; esa piedra es una tonta sin amiguitas que no sabe hablar como tú, ni se ríe como tú... Y es fea y no tiene a nadie que la quiera, como tú. No y mil veces no...

Pero Lauri murió y la herencia grotesca de mi familia seguía en la mesa de mi despacho con inalterable cinismo, con adherida presencia, con esa lección suya archisabida de la perpetuidad. No me molesté siquiera en triturarla. La eché al cubo de la basura y, a partir de entonces, hubo días, mientras trabajaba yo en mi cuarto, que me pareció oír la vocecita de Lauri llamándome, o charlando con su muñeca fuera, en el pasillo. Alguna vez abrí la puerta por ver si la veía, pero no estaba.